Wednesday, August 02, 2006

No es lo mismo “Santoyo” que “Santo Yo”.

Cuando inicié este blog, hice referencia a la nota que una periodista escribió allá por mayo en una revista de tiraje nacional. Comenté que escribió de algo de lo que no sabe nada y se ganó la primera plana de dicha revista.

Algunos de mis amigos y lectores en este incipiente blog (ésta es la 3ª nota que subo) me preguntaron insistentemente de quién hablaba, y bueno, me decidí a comentar sobre este tema.

Aunque es un asunto evidentemente pasado, el tema al que hace referencia es tan actual y tan vigente como los vericuetos políticos que hoy nos tienen a todos con el “Jesús” en la boca… ¿o debería ser “Andrés”?

La revista en cuestión es “Milenio”, en su edición del 22 de mayo de 2006; el tema de portada es el escándalo sobre el Sacerdote Marcial Maciel, L.C., y la firmante del artículo es Eugenia Jiménez Cáliz.

En uno de los primeros párrafos de su artículo, Jiménez Cáliz escribió:

“Su egocentrismo lo llevó a buscar en los últimos años a integrar un grupo de investigadores, quienes documentarían su biografía, pero con la intención de que ésta se utilizaría para integrar su expediente rumbo a los altares. Su ambición por ser santificado era conocida por sus allegados a quienes les llegó a comentar incluso que sería santificado en vida”.



Esta afirmación atribuida al sacerdote en cuestión resulta totalmente absurda e imposible. La Iglesia Católica define a un santo como una persona que se encuentra en la Gloria, en el cielo, vamos. No atribuye necesariamente cualidades heroicas a los santos (Santa Teresa se ganó el cielo haciendo las cosas ordinarias extraordinariamente bien), sino que asevera, después de una larga investigación de la vida de estas personas, que llegaron al cielo.

Para que una persona pueda llegar al cielo necesita, forzosamente, haber muerto, por lo que es imposible que ni el hombre más ejemplar pueda, ni aún en broma, ser canonizado en vida.

El proceso de canonización es una investigación de la vida del personaje en cuestión, que cuenta tanto con un postulador que promueve la causa ante la Santa Sede, como con un “Abogado del Diablo”, que busca demostrar que la persona no contaba con las virtudes propias que le hicieren digno de llegar al Paraíso.

Todo este proceso es muy largo y a veces tedioso, y no son pocos los “aspirantes a santos” que se quedan en el camino al no ser probadas fehacientemente todas las cualidades que el proceso considera necesarias. Esto no quiere decir que “no sean santos”, sino que la Iglesia no promueve su culto al no tener elementos probatorios suficientes para hacerlo. Aún así, es permitido pedir a todas esas personas que conocimos, que fueron ejemplo para nosotros, y que ya fallecieron, que intercedan ante Dios por nosotros entendiendo que de encontrarse en el cielo, seguramente escucharán nuestras súplicas.

Además, la santidad no necesita la declaración de la Iglesia, habrá miles, millones de personas que vivieron una vida de acuerdo a la voluntad de Dios, fueron justos, honestos, generosos, serviciales, que llegaron a dar la vida por los demás, y de quienes la Iglesia no tiene conocimiento, pero no por eso dejarían de ser santos. Ni siquiera necesitarían ser católicos o cristianos. Tan consciente de esto está la Iglesia, que determinó el día “de Todos los Santos”, como una forma de rendir homenaje a todos aquellos que se encuentran en el cielo.

En la misma tónica la Iglesia Católica no afirma, por ningún motivo, que haya una sola persona en el infierno, ya que el juicio final a cada alma depende solamente de Dios, y no de la declaratoria de los hombres. Es así que no se puede asegurar ni siquiera que Hitler o Judas Iscariote se hayan condenado.

Todavía más. La santidad no implica la ausencia de pecado, grande o pequeño. San Pedro negó a Jesús tres veces, San Pablo mató Cristianos antes de convertirse, San Agustín afirmó haber cometido todos los pecados existentes, San Francisco de Asís robó a su padre telas para venderlas y continuar con sus excesos. Y sin embargo su testimonio de arrepentimiento de estos pecados, su capacidad de sobreponerse a ellos y su testimonio de vida posterior les valió su entrada al Paraíso.

También existe la aseveración popular de “santo en vida” que es una manera coloquial de afirmar que una persona es ejemplarmente buena, pero esto no asegura ni su llegada al cielo ni su elevación a los altares, que como ya quedó claro son dos cosas distintas.

Al final de cuentas, la santidad de una persona no es otra cosa que su bondad, honestidad y capacidad de hacer todo el bien posible, se lo reconozcan en la Santa Sede o no.

Creo que en los medios sobra gente que habla de Dios y falta gente que hable con Dios.